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serie56

09 noviembre 2005

La vergüenza de ser dominicano

Esto fue publicado en la revista "Gaceta Judicial", lo dejo a la consideracion de ustedes...

La vergüenza de ser dominicano
El daño que le ha hecho la sociedad política a la imagen de la nación dominicana es inconmensurable. República Dominicana es vista en el mundo como un Estado mafioso y delincuente. Los partidos del sistema han nutrido esa percepción que afecta la credibilidad institucional y la seguridad jurídica. Los patrones referenciales a los que es sometido el país en determinados contextos financieros del mundo son los propios de los Estados africanos de mayor atraso que mantienen reductos sociales tribales y estructuras primarias de poder. A pesar de que estas valoraciones irritan nuestra vergüenza moral, la verdad es que el desorden que vivimos es difícilmente disimulable.
Hemos construido un particular concepto de la normalidad; para nosotros es culturalmente normal que un regidor falsifique documentación pública y trafique con facilidades oficiales; que una mafia de funcionarios, empresarios del sindicalismo e importadores timen al Estado con más de mil millones y la sentencia que ³los condena² no representa, en términos de recuperación económica, ni un dos por ciento (2%) de los montos distraídos; que un banquero consentido le sustraiga más de sesenta mil millones al ahorro público y su honorabilidad es defendida con vehemencia por la opinión pública y religiosa ³más autorizada²; que en duelo genocida mueran cuatro regidores por posiciones públicas; que un capo de la droga sea bendecido por un gobierno con privilegios inauditos y no se haya abierto la primera investigación oficial; que denuncias sobre abuso sexual de religiosos católicos se diluyan entre la indiferencia y la complicidad oficial; que mueran más de cien reclusos en un incendio intencional y hasta el momento no se hayan establecido las responsabilidades; que en menos de dos meses catorce personas resulten heridas y mutiladas por balas perdidas, como si viviéramos en tierra de nadie. Esta cadena de eventos se extiende como un rosario interminable, mientras seguimos embriagando a nuestra conciencia con ilusas ideas de desarrollo al amparo de este modelo agotado y quebrado. Decir ser dominicano en el mundo es una experiencia afrentosa cargada de frustración y sonrojo. Los colombianos han perdido prestigio moral por la droga, los africanos por sus miserias, los brasileños por sus indulgencias, los dominicanos por sus trampas. Vendemos todo: dignidad, orgullo y vergüenza. Por eso no es casual que existan más de ochenta mil prostitutas dominicanas en el tráfico internacional de la carne y que una buena parte de los consulados sean centros de corrupción para documentar la trampa. Nuestro mejor ejemplo está ahí, en unas estructuras de poder podridas, donde la actividad política es una ocupación que reporta más dividendos que los mejores negocios y en la que no se discrimina al analfabeta del docto. Una cultura política permisiva y huérfana de visión que negocia la impunidad y que pacta con la complicidad, que no promueve ni sostiene la más remota idea de progreso, ni señala rumbos. Hemos construido un particular concepto de la normalidad; para nosotros es culturalmente normal que un regidor falsifique documentación pública y trafique con facilidades oficiales; que una mafia de funcionarios, empresarios del sindicalismo e importadores timen al Estado con más de mil millones y la sentencia que “los condena” no representa, en términos de recuperación económica, ni un dos por ciento (2%) de los montos distraídos; que un banquero consentido le sustraiga más de sesenta mil millones al ahorro público y su honorabilidad es defendida con vehemencia por la opinión pública y religiosa “más autorizada”; que en duelo genocida mueran cuatro regidores por posiciones públicas; que un capo de la droga sea bendecido por un gobierno con privilegios inauditos y no se haya abierto la primera investigación oficial; que denuncias sobre abuso sexual de religiosos católicos se diluyan entre la indiferencia y la complicidad oficial; que mueran más de cien reclusos en un incendio intencional y hasta el momento no se hayan establecido las responsabilidades; que en menos de dos meses catorce personas resulten heridas y mutiladas por balas perdidas, como si viviéramos en tierra de nadie. Esta cadena de eventos se extiende como un rosario interminable, mientras seguimos embriagando a nuestra conciencia con ilusas ideas de desarrollo al amparo de este modelo agotado y quebrado. Decir ser dominicano en el mundo es una experiencia afrentosa cargada de frustración y sonrojo. Los colombianos han perdido prestigio moral por la droga, los africanos por sus miserias, los brasileños por sus indulgencias, los dominicanos por sus trampas. Vendemos todo: dignidad, orgullo y vergüenza. Por eso no es casual que existan más de ochenta mil prostitutas dominicanas en el tráfico internacional de la carne y que una buena parte de los consulados sean centros de corrupción para documentar la trampa. Nuestro mejor ejemplo está ahí, en unas estructuras de poder podridas, donde la actividad política es una ocupación que reporta más dividendos que los mejores negocios y en la que no se discrimina al analfabeta del docto. Una cultura política permisiva y huérfana de visión que negocia la impunidad y que pacta con la complicidad, que no promueve ni sostiene la más remota idea de progreso, ni señala rumbos.
Bachata, ron, motoconchos, ruido, suciedad y nalgas reaguetoneras en un festín de borracheras rateras es el más valioso aporte que en cada campaña ofertan los partidos a la construcción de una vida democrática. Luego en el poder: jeepetas, pistolas, amantes y grosuras de panzas a expensas de viáticos ruidosos son las retribuciones de una actividad más generosa que la misericordia divina. Este país es una vergüenza y necesita hombres y voces que lo proclamen de cara al viento y a pleno sol de nuestras adormecidas conciencias. El honor perdido no se rescata invocando nombres distintivos como mantras exorcisantes: Félix Sánchez, Juan Luis Guerra, Oscar de la Renta o Manny Ramírez. Se trata de una nación paria en el mundo por la desgracia de una generación social y política envilecida exaltada al Olimpo por una prensa servil que recuerda la cortesanía de los burdeles más baratos. Es tiempo de subvertir ese cuadro; empecemos la venganza en las urnas... que voten ellos.