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serie56

14 junio 2006

¿Dónde ha estado nuestra indignación?


Estoy de acuerdo con este periodista que escribio lo siguiente, a proposito del aborrecible crimen contra la joven Vanessa Ramírez Faña, es doloroso pero detras de toda la prensa y la atencion nacional que ha recibido este caso hay una gran verdad que pocos perciben, he aqui el articulo:

LA PIEDRA EN EL ZAPATO
Lágrimas de cocodrilo

En lo que va de año, sólo como víctimas de los mal llamados “crímenes pasionales”, han muerto en el país treinta y cuatro mujeres. ¿Dónde ha estado nuestra indignación?
Por Nassef Perdomo Cordero, Clave digital

Durante los últimos años, en los Estados Unidos ha sido tema de análisis público lo que llaman el “missing white woman syndrome” (síndrome de la mujer blanca perdida). Este síndrome no es una patología médica, sino social.

Describe la tendencia de los grandes medios de comunicación estadounidenses a desplegar todos sus recursos para cubrir los casos de desaparición de mujeres jóvenes y blancas. El análisis aludido no critica que hagan esto, sino que ignoren en el problema social de las desapariciones hasta que la víctima tiene unas características determinadas.

Lo mismo sucede en el país con la reacción social frente a la violencia. Cuando hace unos días murió asesinada en Santiago la estudiante universitaria Vanessa Ramírez Faña, la reacción social y mediática no se hizo esperar. Una buena parte de los ciudadanos de Santiago se ha movilizado reclamando justicia y seguridad, y los medios han sido unánimes en la cobertura del caso. Todo esto está bien. Es tiempo ya de que los ciudadanos abandonen la apatía y reclamen activamente la solución de los problemas que los afectan.

Lo que no es de recibo es que “descubramos” los problemas sólo cuando perjudican a familias de clase media o clase media alta. En lo que va de año, sólo como víctimas de los mal llamados “crímenes pasionales”, han muerto en el país treinta y cuatro mujeres. ¿Dónde ha estado nuestra indignación? Nos pasamos años tapando el sol con un dedo y pretendemos luego cubrir esa desidia concentrándonos en un caso específico. ¿De qué sirve esto? Como ocurre siempre, dentro de un mes lo habremos olvidado. Y las víctimas seguirán cubiertas de silencio hasta que muera otra persona cuya posición social la haga merecedora de nuestra atención colectiva.

La muerte de Vanessa es una tragedia irreparable, pero no es única. La violencia ocurre todos los días y no podemos pretender superarla si la atendemos selectivamente. Los problemas y los retos requieren de vigilancia constante y no de momentos de catarsis colectiva seguidos de largos lapsos de apatía. Nuestra urgencia es encararlos, sin víctimas favoritas. Porque no es posible que sigan pasando desapercibidas muertes como la de Rosarys Valdez, de veintitrés años, asesinada a puñaladas hace unos meses en San Cristóbal por negarse a bailar con un hombre. Y este es sólo un ejemplo. Todos los días la violencia se ceba en incontables jóvenes dominicanos sin que nadie haga o diga nada.

Es comprensible que el asesinato de una joven de dieciocho años, hija de prestigiosos médicos y estudiante a su vez de Medicina, conmueva a la sociedad dominicana. No se entiende, sin embargo, que sólo su muerte logre hacerlo. Las víctimas valen todas igual y es moralmente inadmisible establecer escalafones entre ellas. Quienes afirman –como he leído-- que este caso es intolerable porque “esta vez el delito ha alcanzado a una familia de bien”, banalizan el dolor de los padres de Vanessa y el dolor de todos los padres cuyos hijos mueren sin que a nadie le importe. En sentido estricto, se les dice a los padres de Vanessa que de no ser personas destacadas su tragedia se quedaría en el ámbito privado, y que el apoyo que reciben lo tienen por su lugar en la jerarquía social y no porque les han arrebatado a su hija.

Aparte de ser inhumana e insultante, esta clasificación de las víctimas entre “de buena familia” y de familias ordinarias evidencia lo que ya he señalado en otras ocasiones: que mucha gente considera que lo grave no es el crimen en sí mismo, sino que su comisión afecte a sectores sociales determinados. Como si la vida de los menos afortunados careciera de valor; como si el delito sólo fuera tal cuando toca a algunos. Mientras todas las víctimas no tengan para nosotros igual relevancia, continuaremos siendo incapaces de enfrentar la violencia con la consistencia que amerita y siendo responsables indirectos de su irresolución. Hasta que la sociedad de la cara, y en el sentido estrictamente humano, todas las lágrimas derramadas serán lágrimas de cocodrilo.